Las protestas en Francia, pesadilla del liberalismo

Las últimas semanas en Francia estuvieron marcadas por las protestas masivas contra la iniciativa de reforma al sistema de pensiones del presidente Macron. La propuesta presidencial pasa la edad de retiro de 62 a 64 años. El sentido de la reforma es correcto, pero el caos que ha provocado ilustra el divorcio entre la élite gobernante y la población. Las imágenes de las manifestaciones son impresionantes. Lo mismo en Estrasburgo que en Rennes, Nantes o París, jóvenes y viejos pusieron en jaque a los servicios policiacos franceses ante las dimensiones del descontento. Laurent Berger, presidente de la Confederación Europea de Sindicatos, explicó en una entrevista con Le Grand Continentl a ira popular: “No hubo negociación… entre el anuncio de la reforma el 10 de enero y hoy, en dos meses, todavía no ha habido ninguna reunión intersindical con la primera ministra ni con el ministro de Trabajo.” Berger se queja de la retórica del presidente: “Cuando escuchas al presidente de la República en la entrevista del miércoles, no habla de trabajo. Habla de forma altisonante, tecnocrática, no encarna nada.” Macron, intuyendo la impopularidad de su iniciativa, hizo uso de una prerrogativa legal del sistema francés mediante la cual el presidente puede simplemente brincarse al parlamento con un procedimiento acelerado de aprobación de leyes. Macron, el único presidente liberal desde hace 4 décadas en un país tan profundamente estatista y antiliberal como Francia, se rehusó a debatir y a negociar. Es decir, se negó a hacer política

El semanario alemán Der Spiegel da cuenta de cómo la popularidad de Macron atraviesa su peor momento: nada más el 24% de los franceses lo consideran “buen presidente”. Como sucede siempre, los vacíos de liderazgo en política tienden a llenarse. El mismo Der Spiegel evidencia cómo la caída de Macron lleva aparejado el alarmante ascenso sin precedente de Marine Le Pen, la dirigente de la extrema derecha francesa, un partido otrora conocido como el Frente Nacional. En México ya vivimos esto el sexenio pasado. Un grupo de reformistas liberales emprendió reformas estructurales de gran calado en beneficio del país, pero jamás se molestó en socializarlas y lograr que la población se las apropiara. El resultado era predecible. La cólera social arremetió contra el proyecto liberal, en beneficio del más destructivo extremismo populista. En Francia el partido de Le Pen ha crecido como nunca, atrayendo intensamente a los más jóvenes, a quienes les promete derogar la “mal llamada reforma.” Detrás de Le Pen, la prensa habla de una “eminencia gris”, su consejero áulico Renaud Labaye, quien postula un programa de oportunidades laborales a los jóvenes como pantalla para encubrir su propuesta principal: un programa xenófobo, racista y antiinmigrante. Labaye y los suyos son partidarios de la teoría racista conocida como “grand remplacement”, el gran remplazo, según la cual hay una conspiración en curso para sustituir al pueblo francés por otros grupos étnicos. Los populistas siempre imaginan conspiraciones.

Labaye ha conseguido que Le Pen y su partido proyecten una imagen de seriedad institucional simplemente guardando silencio ante la crisis del proyecto liberal francés. Le Pen, crítica feroz de la OTAN y la Unión Europea, ha recibido financiamiento del gobierno ruso de Vladimir Putin. Entrevistada por Der Spiegel, Le Pen declaró “he oído que Emmanuel Macron tiene pesadillas porque yo podría ser su sucesora como jefa del estado. ¿Hay algo mejor que saber que estás en las pesadillas del presidente?”. Por primera vez, Le Pen está en la antesala de la presidencia francesa. Su partido es el que mejores expectativas electorales guarda para 2027. Si el proyecto liberal ha de triunfar en el siglo XXI como en el XIX y XX, tiene que hacer partícipes a las multitudes de los beneficios de su proyecto. El despotismo ilustrado ya no es sostenible. Parece mentira verse forzado a recordar algo tan elemental.