Permítete no tener sexo

En su primera carta a los Corintios, el apóstol Pablo emite uno de los mandatos más conocidos del cristianismo, aunque uno de los menos observados: lo mejor es no casarse, y punto. Pero, continúa, si las personas “no tienen don de continencia, cásense, pues mejor es casarse que estarse quemando”.

El mensaje era claro: lo mejor es el celibato; el matrimonio es una concesión. Pero con el paso de los siglos, esta jerarquía se ha ido derrumbando, primero dentro del cristianismo y luego en el mundo laico en general. Ahora la norma es algún tipo de compromiso de monogamia sexual y el “celibato” se asocia en las noticias con hombres infelices de Reddit que creen que no pueden conseguir novia porque son demasiado bajos de altura.

Todo es muy deprimente.

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Sin embargo, el celibato —con lo que me refiero a decidir no tener sexo— vuelve una y otra vez a la conversación pública. Cuando la aplicación de citas Bumble publicó hace poco unos anuncios osados en los que increpaba a las mujeres con la frase “No renunciarás a las citas y te convertirás en monja”, la empresa podría haber esperado molestar solo a un grupo pequeño de católicos tradicionales, pero más bien indignó a su base de usuarios y tuvo que disculparse. Lenny Kravitz acaba de anunciar su propia abstinencia sexual, y el reciente alarde de celibato de Julia Fox como forma de “recuperar el control” recordó una declaración similar de Lady Gaga en 2010, cuando anunció que los periodos de celibato le permitían ser “fuerte e independiente”.

Si hoy busco en TikTok “celibato”, los videos —en su mayoría, aunque no exclusivamente, de mujeres heterosexuales— forman un coro resonante: ¿Por qué tener sexo si el sexo suele ser malo? ¿Por qué tener sexo con quien no te respeta? ¿Por qué no alejarse del sexo hasta que alguien pueda hacer que valga la pena? Gran parte de la moda actual del celibato no está impulsada por el deseo de disciplinar el cuerpo, sino por el disgusto ante el mundo de las citas de la era digital.

Como católico que por lo general intenta —aunque no siempre con meticulosidad— seguir las normas de la Iglesia sobre el sexo, he observado con cierta diversión la cuasipopularidad ocasional del celibato. (Por cierto, el término católico para no tener relaciones sexuales es continencia; celibato significa permanecer soltero). Pero también lo entiendo: el celibato sexual puede tener el mismo atractivo superficial que otros estilos de vida ascéticos. Los cuáqueros adoptaban ropas sencillas y sin ornamentos para resistirse al mundo y sus vanidades; ahora puedo conseguir el equivalente moderno enviado a mi puerta desde Everlane.

Sin embargo, creo que el celibato, como práctica espiritual discreta, tiene algo que ofrecer. Cuando nos abstenemos de beber durante un mes sin comprometernos a una sobriedad a tiempo completo, lo llamamos enero seco (​​Dry January en inglés), una práctica cada vez más popular. Podríamos considerar la posibilidad de adoptar un enfoque igualmente mesurado de la abstinencia sexual: llamémosle julio de abstinencia sexual.

Cuando la posibilidad del sexo se quita de la mesa de forma silenciosa, pero firme, perdemos ciertas posibilidades y ciertas formas de conocernos. Pero también ganamos algo. Quizá el mayor don que el celibato puede fomentar es la capacidad de amar a las personas sin querer nada de ellas. El amor sexual lo quiere todo; quiere borrar la distinción entre uno mismo y el otro, desarraigar la razón, pisotear a cualquiera que se interponga en su camino. El celibato transforma a otras personas de amantes potenciales en amigos en potencia: la amistad es la forma de amor que no pide nada, excepto que el objeto de su amor exista. Permite un amor cálido y generoso, pero distante y desinteresado; respeta los límites que definen a otra persona.

A lo largo de los años, he construido en mi mente un canon célibe, formado por escenas en las que un personaje rechaza el sexo. El Mike Connor de Jimmy Stewart diciéndole amablemente a la Tracy Lord de Katharine Hepburn en Historias de Filadelfia que hay reglas sobre acostarse con mujeres ebrias, así que no tuvo sexo con ella la noche anterior; Philip Marlowe rechazando a una Carmen Sternwood desnuda en la novela de Raymond Chandler El sueño eterno. Quizá el libro más impactante que he leído sea La princesa de Cléveris, de Madame de La Fayette, en el que la heroína se niega a casarse con el hombre al que ama —es un canalla— y en su lugar ingresa en un convento. Lo que me parece conmovedor y memorable de todas estas escenas es la forma en que estos personajes pueden tener el deseo en la palma de la mano, con todos sus atractivos y sus posibilidades. Luego lo dejan ir.

Muchos lectores podrían objetar razonablemente que este elogio del celibato, un tanto ilusorio, ignora voluntariamente mucho de lo que es terrible en la “cultura de la pureza” estadounidense: las “galas de la pureza”, en las que padres e hijas bailan juntos antes de que las chicas firmen promesas de castidad o los defensores de la abstinencia que comparan a las mujeres que tienen relaciones sexuales prematrimoniales con chicles masticados. Pero puede existir un mejor tipo de celibato sin ceder ningún territorio a esos puristas peculiares, del mismo modo que la existencia de ideas nocivas sobre las dietas no invalida la noción de que debemos ser reflexivos sobre lo que comemos. Los periodos de celibato, aunque sean temporales, pueden ser un acto satisfactorio de exploración interior dirigido a reforzar la paz y la autoestima, no un acto exterior de pureza performativa.

En esa misma carta a los Corintios, Pablo expone las cualidades del amor: es paciente, bondadoso, sin envidia ni orgullo. “Todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta”. Este pasaje se lee en voz alta en muchas bodas, quizá porque el matrimonio se concibe en parte como una especie de amistad erótica, por lo que la atracción sexual debe entenderse en el contexto de toda la relación. El celibato no es el único camino para aprender a integrar mejor el deseo sexual en nuestras vidas. Pero es una manera.

Después de todo, el celibato no es asexualidad. Una persona célibe puede desear sexo. Pero puede, idealmente, reconocer ese deseo, comprenderlo y permitir que siga su camino. Se puede aprender mucho sintiendo un deseo sin apresurarse a satisfacerlo.