Mártires de la cobranza

La expresión es violenta y de paso misógina: rajón. La empleábamos de niños para estigmatizar al delator. Se usa también en referencia a quienes meten reversa a la palabra dada. Y asimismo nos sirve para echar reflectores sobre ciertos cobardes amantes del chantaje y la piedad ajena. Acusetas, chillón, gallina, mustio, indigno, chismoso, cizañero: en uno u otro caso, el rajón es un ser indigno de confianza por cuya integridad no convendría apostar veinte centavos.

Cierta vez, en una mesa redonda en São Paulo, escuché a un mexicano, amigo mío, quejarse, o sea rajarse, de que “somos esclavos de los gringos”. Supongo que tamaña afirmación daba a los mexicanos ahí presentes una suerte de fuero natural que nos hacía perpetuos acreedores de nuestros victimarios. Una postura demasiado cómoda, pues ya en principio nos libraba del yugo de responder por nuestros propios actos. ¿Quién iba a ser el monstruo que riñera al esclavo por su proceder, o por la falta de él?

“¡Yo no soy esclavo de nadie!”, me apresuré a desmentir al quejiche, en un portugués cojo y a su modo elocuente. Pues si allá en el colegio nadie quería al rajetas, menos piedad había para los chilloncitos desmesurados, seguramente expertos en mangonear a su familia entera a través del berrinche y la extorsión. Decirme “esclavizado” ante aquel público me parecía tanto como volver a la escuela primaria y acusar a un gritón de haberme abofeteado. Es decir… ¿echar mano de la calumnia para voltear la cosa a mi favor? ¿Hacer de la extorsión mi bayoneta, agraviar con bandera de agraviado (ese cobrador nunca satisfecho al que nadie se atreve a contradecir)? “¡Sólo eso me faltaba!”, respingué en español, con la autoestima recién vuelta a lustrar.

Hitler se hizo famoso por quejiche. Los victimistas saben –sobre todo si son profesionales– del efecto que la falsa empatía suele tener entre los fracasados. Sólo hace falta un tris de rabia compartida para que el perdedor se rinda ante el hechizo del charlatán. Si antes no comprendía su infortunio, ahora tiene culpables para señalar. Desengañado de la mala suerte a la que atribuyó sus frustraciones, se mira más allá de su viejo candor y pide a gritos que se le compense.

Durante sus primeros años en el poder, Hitler fue el pacifista más conspicuo de Europa. ¿Quién podía acusar de belicoso a quien tan mal hablaba de la guerra? Cuando llegó la hora de estrenar los panzers, le quedaba al rajón del bigotito la excusa farisaica de decirse obligado por las circunstancias. Como quien dice, libre de responsabilidades. El quejiche jamás tiene la culpa, para eso quiere toda la razón. De ahí que los tiranos, aun en lo más alto del poder, gusten de pavonearse en el papel de Víctima Mayor. Todo lo que está bien es por mérito suyo, el resto es obra de sus enemigos.

El eterno acreedor –vale decir, la víctima de siempre– es un déspota con salvoconducto. No ha nacido quien pueda pedirle cuentas, menos aún cobrarle cualquier deuda pendiente. Su papel es de víctima, padeció una injusticia. Si antes o después de eso las cometió a su vez, o si acostumbra hacerlo regularmente, ello no ha de quitarle la calidad de mártir cobrador que en los hechos le brinda impunidad. Es su franquicia, al cabo. Sufrir, haber sufrido, o predicar en nombre de quienes sufren, le parece ya más que suficiente para sumarse a la élite moral de quienes nada deben y todo se les debe. Para más señas, portan todos aureola.

El papelón de mártir es el más socorrido tras las rejas. Y si se les pregunta, la inmensa mayoría de los presos se jurará inocente. Afuera no es por fuerza muy distinto: son legión los chillones que viven de pasar por víctimas perpetuas y capitalizar cada metro cuadrado del sonoro calvario. Sufren, se sacrifican, son humildes. Luego entonces nos miran por encima del hombro. Ay de nosotros si algo les reclamamos.