El derecho de matar

Antes de abandonar el mundo de los vivos, el hombre duraría en agonía la friolera de 22 minutos…

Eran las 10 de la mañana de anteayer cuando Kenneth Eugene Smith, sentenciado decenios atrás a la pena de muerte, fue invitado por segunda ocasión a disfrutar de la última comida de su vida: un filete, unos huevos revueltos y unas papas fritas. Catorce meses antes, el reo había sido objeto de un fallido intento de inyección letal, dado que los verdugos no lograron hallarle una vena propicia para su aplicación. Para el segundo intento, el estado de Alabama optó por una ejecución experimental, consistente en “hipoxia por nitrógeno”. Al condenado se le coloca una máscara industrial que no le dejará respirar más que nitrógeno, de manera que muere por falta de oxígeno.

Como suele ocurrir con las innovaciones en materia de pena capital, la hipoxia-por-nitrógeno ha sido alabada por sus implementadores como “quizás el método de ejecución más humano jamás concebido”. Lo mismo, en su momento, se dijo de la guillotina y la inyección letal, porque siempre es más fácil ver hacia el matadero desde el puerto seguro de la buena conciencia.

El hecho, sin embargo, es que Ken Smith no murió ni entró en coma “en cuestión de segundos”, como habían presumido los apologistas del novedoso método mortífero, sino que se agitó y convulsionó por más de dos minutos, provocando una serie de crujidos siniestros en la camilla donde se hallaba atado, tras lo cual se le oyó resollar larga y sonoramente debajo de la máscara. Antes de abandonar el mundo de los vivos, el hombre duraría en agonía la friolera de 22 minutos.

Ahora bien, 22 minutos pasan pronto, comparados con los 36 años de encierro solitario que precedieron a la ejecución. Fue en 1988 que Ken Smith recibió la encomienda –al lado de un compinche que ya fue ejecutado por inyección letal en 2010– de asesinar a la esposa de un pastor protestante, quien previamente había contratado un seguro de vida a su nombre. Por mil dólares para cada uno, los dos jóvenes –Ken de 22 años, John de 19– entraron a la casa de la mujer, a la cual propinaron golpes, cuchilladas e incluso un par de mordidas frenéticas. Días después, a punto de ser desenmascarado, el predicador se dió un balazo en la cabeza. Tras sendos juicios, los dos asesinos materiales fueron a dar al corredor de la muerte.

No faltará quien diga que Kenneth Smith (ya dos veces juzgado y condenado por el mismo delito) lo tenía merecido, y es posible que no se equivoque. Hay mucho de monstruoso en todo asesinato, mas todavía si ocurrió por encargo. Pero algo semejante hace el Estado mismo al cumplir el papel de ejecutor. Jueces, fiscales y verdugos cobran un sueldo por cumplir con su parte, y a cambio de ello son generosamente cobijados por mustios subterfugios y eufemismos, como aquellos motivos “humanitarios” que a decir suyo guían el proceso.

Pasar 36 años a solas, en una celda de tres por dos y esperando la muerte, está lejos de ser una prerrogativa humanitaria. Es una pena extra, amén de extrema. Una tortura lenta y burocrática cuyo refinamiento está en que sólo ocurre dentro de la cabeza del sentenciado, con la coartada de que sus derechos le garantizan un proceso justo. Es muy probable, insisto, que algunos se merezcan eso y más, pero hay qué ver la inmmensa hipocresía que se asoma detrás de aquellos falsos justos que se escudan detrás del trato “humanitario” para legitimar tamañas penitencias medievales.

No es fácil encontrar diferencias mayores entre los planes de los asesinos y el proceso implicado en su ajusticiamiento. Mucho se habla de la Constitución, tanto como de métodos letales y presuntos derechos del condenado, pero el hecho es el mismo y causa escalofríos. No es al fin la justicia como tal, sino un proceso disparejo, accidentado y aleatorio el que lleva a las puertas del patíbulo, pensado más que nada para proteger el sueño y el buen nombre de jueces, fiscales y verdugos en la mentada Tierra de los Libres.

Pensar que en otros tiempos bastaba con lavarse las manitas…