¿De dónde sacan que la Corte es corrupta?

DE DONDE?

Son voces que provocan ruido confuso aquellas que acusan de corrupción a las y los ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación. No conozco una sola denuncia que haya prosperado en contra de estas personas; sin embargo, el rumor crece.

En octubre de 2019, el Senado de la República votó a favor del retiro anticipado del ex ministro Eduardo Medina Mora, después de que este hubiese enviado una carta argumentando que, por “causas de fuerza mayor,” debía abandonar el cargo.

En retrospectiva, sorprende que nadie en la Cámara Alta haya propuesto investigar cuáles eran esas gravísimas causas. El vacío de información fue pronto sustituido por el rumor. Entre los relatos que corrieron dominó el cuchicheo sobre un altero de expedientes donde supuestamente se corroboraba que este funcionario había cometido actos de corrupción.

No obstante, el señalamiento jamás se tradujo en una investigación, menos aún en un proceso formal en su contra. Si el rumor era cierto, fue grave que las personas integrantes de la Corte, y también del Senado, se hayan vuelto cómplices de la impunidad otorgada al ex ministro.

En sentido contrario, si el rumor era falso, mal hicieron esas mismas personas en no desmentirlo, sobre todo las ministras y los ministros, porque con ello sentaron el precedente que en estos días persigue al conjunto. En efecto, si Andrés Manuel López Obrador ahora puede decir, sin ningún matiz ni ponderación, que se trata de un poder corrupto, es porque en el pasado la Corte actuó de manera irresponsable respecto de los rumores.

Aún peor, la fuente de tales rumores han sido las mujeres y los hombres que despachan o despacharon en el máximo tribunal. La primera vez que escuché sobre la eventual venta de favores judiciales a cambio de sumas multimillonarias, dentro de la Corte, fue en voz de un ministro saliente.

Enojado por la manera como sus colegas le habían regateado el mérito obtenido después de 15 años dedicados al Poder Judicial, se refirió con desprecio a sus pares y sugirió que algunos de ellos tenían vínculos inconfesables con los despachos que llevan los negocios de mayor cuantía en el país.

Quise indagar más, pero el ministro prefirió dejar sembrado en mi cabeza este rumor en vez de aportarme algún elemento que permitiera, desde mi oficio periodístico, ir más allá de la declaración.

Desde entonces, me ha tocado escuchar señalamientos similares, cada vez que las ministras o los ministros dejan el cargo. Siempre han sido menciones vagas y, por tanto, doblemente impunes, primero porque quien acusa no se molesta en aportar pruebas y segundo porque quien las refiere es una de las 11 personas con mayor responsabilidad en el país para conjurar la violación a las leyes.

No tengo aún convicción sobre si tales expresiones derivan del conocimiento sobre actos reales de corrupción o si son producto del rencor hacia los pares. En otras palabras, no sé si se trata de verdadera corrupción o de mera mezquindad.

En cualquier caso, me atrevo a insistir con que el argumento principal sobre el que cabalga el llamado plan “C,” concebido por el presidente López Obrador, es una hidra que fue plantada dentro del mismo jardín que ahora se pretende destruir.

Este plan “C” no surge de una conspiración escondida porque ha sido anunciado y promovido con toda sinceridad desde Palacio Nacional. Si Morena y sus aliados logran la mayoría necesaria en el Congreso durante la jornada electoral del 2024, habrá en septiembre del año próximo una reforma constitucional para destituir a las actuales ministras y ministros de la Corte con la intención de suplirles por otras personas electas mediante voto popular.

Para preparar el camino hacia esa filosa guillotina ha sido diseñada una campaña que busca destruir la buena reputación que todavía tiene la Corte, según la mayoría de las encuestas.

Dentro de esta estrategia, por ejemplo, hay que recordar la concentración en marzo de este año, en el Zócalo de la capital, convocada por el gobernador de Veracruz, Cuitláhuac García, —hombre cercanísimo al Presidente— donde se incendió una piñata que representaba a la ministra Norma Piña. También el secuestro del dinero de los fideicomisos del Poder Judicial donde se encuentran, entre otros recursos, los ahorros destinados al retiro del personal judicial.

Más recientemente hay que ubicar en esta ruta la presentación, por parte de López Obrador, de dos ternas intransitables para lograr una mayoría calificada en el proceso para resolver la vacante pendiente de la Corte.

En esta misma hebra debe entenderse la peregrina idea de cambiar el método de selección para que sea a través del voto directo, en vez del voto senatorial, como se nombre a las ministras y los ministros. Esta iniciativa es una barbaridad porque en realidad lo que propone es que sean las estructuras partidistas, en vez del presidente y la Cámara Alta, quienes definan tales cargos. Es evidente que con esta propuesta no se estaría buscando terminar con la supuesta corrupción de la Corte, sino con su independencia.

Restan aún siete meses de bárbara instigación, antes de que la temida profecía se cumpla. Lapso suficiente para defender y ampliar la independencia del Poder Judicial. Sin embargo, las ministras y los ministros hoy actúan azorrillados, como se dice popularmente.

Han olvidado que, entre los mandatos recibidos el día que tomaron protesta, estaría el de asegurar el cumplimiento de una Constitución donde se prevé la división de poderes y que, por tanto, estarían explícitamente facultados para combatir el plan “C”.

Añado como problema la mezquindad antes mencionada, que lesiona el espíritu de cuerpo entre quienes actualmente son integrantes del pleno y también con quienes, en otras etapas, han ocupado un asiento en ese recinto.

Si alguien puede conjurar el rumor sobre la corrupción de la Corte es la misma Corte. De no hacerlo, sus integrantes terminarán otorgando verdad al argumento del adversario.

No es refugiando el cuerpo debajo de la toga que va a defenderse mejor la independencia prevista por la Constitución. Tampoco siendo condescendientes con la impunidad del rumor.