¿Sabías que las moscas benefician nuestra salud?

Son feas, molestas y antihigiénicas pero los científicos cuentan con ellas en sus investigaciones. El sueño, los viajes espaciales y el cáncer son algunos de los campos de investigación que dependen de ellas.

Estos poco agradables insectos nos acompañan desde que nacemos hasta que morimos, amargando nuestra existencia, transmitiéndonos enfermedades, y en nuestras últimas horas de vida depositan sus huevos en las aberturas corporales, la comisura de los labios y el lacrimal para que nos las llevemos a la tumba, donde nos comerán. Aparte de todo esto, y aunque parezca imposible, contribuyen a nuestro bienestar.

Desde que en 1910 Thomas Hunt descubrió en su “cuarto de moscas” de la Universidad de Columbia la primera mosca de la fruta mutante (conocida en ellos ambientes científicos como Drosophila melanogaster), estos insectos ha invadido prácticamente todos los laboratorios de investigación genética del mundo.

Tiene grandes ojos rojos, es alargada, delgada y mide unos 3 milímetros. De tórax gris con puntos negros y largos pelos, un abdomen con franjas amarillas y grises, patas amarillentas y alas irisadas, puede desovar cientos de huevos al día y su alimento preferido es el plátano podrido. Son originarias de la costa occidental de África, desde donde se extendieron por todas las zonas climáticas de la tierra. Por llegar, han llegado a la Estación Espacial Internacional. Pero sobretodo se han convertido en modelo para el estudio de muchas y muy diversas enfermedades y trastornos.

La mosca de la fruta (iStock)

Un ADN compatible

Podríamos preguntarnos por qué esta mosca en particular participa en infinidad de investigaciones biomédicas. Por diversas razones y una de ellas es que nuestro ADN tiene bastante en común con el de la drosófila (por lo que en cierta forma está justificada aquella deliciosa película de ciencia ficción de los años 50 titulada La mosca y el remake del inclasificable David Cronenberg en los 80). Aproximadamente, el 61% de los genes que están implicados en enfermedades tienen su equivalente genético en este insecto, y la mitad de las secuencias de proteínas de la mosca posee su contrapartida en los mamíferos. A pesar de que hay unas 900 especies de drosofilas en todo el mundo, la melanogaster es la más común.

Otro punto es que no se requiere una gran inversión económica para usarlas: las colonias son fáciles de conseguir, baratas de mantener (basta con dejar que se descompongan unos plátanos) y pueden sustituirse fácilmente si se escapan, se pierden o llega una invasión de ácaros de la mosca. Y mejor aún, como se reproducen rápidamente, se pueden estudiar muchas generaciones en un corto espacio de tiempo.

La drosófila es un excelente modelo genético (iStock)

Estos insectos se utilizaron por primera vez como cobayas a finales del siglo XIX. Biólogos y genetistas trabajaban con ellas como último recurso después de que sus otros experimentos de cría fallaran. Pero cuando se convirtieron en el alma de la fiesta genética fue a partir de 1910, cuando Thomas Hunt Morgan amplió los estudios de Mendel y presentó pruebas de que un carácter específico de la drosófila (los ojos blancos) estaba ligado al cromosoma X. Fue la primera demostración clara de herencia genética ligada al sexo. Desde entonces la mosca no falta en ningún laboratorio de genética que se precie.

El sueño de la mosca

Todos los seres vivos necesitan descansar, y la drosófila también lo hace. Puede que nos sorprenda descubrir que duerme casi las mismas horas que nosotros y gracias a la sencillez de su sistema nervioso podemos investigar cuestiones tan complejas como la regulación y el funcionamiento del sueño, que sería difícil por no decir imposible de abordar en los sistemas mamíferos.

Gracias a ellas se comprobó, por ejemplo, que la serotonina, un neurotransmisor conocido por su papel en numerosas conductas, favorece el sueño largo. También se ha descubierto que el tratamiento farmacológico con serotonina aumenta la cantidad y la calidad del sueño. La serotonina actúa sobre unas regiones del cerebro de la mosca conocidos como cuerpos de seta que controlan los periodos de sueño y vigilia, y a su vez son importantes para el aprendizaje y la memoria.

Las encontramos alrededor de la fruta, de ahí su nombre

Del mismo modo la drosófila nos está proporcionando información sobre la alteración del organismo más importante de todas: la originada por el sexo. En la conducta sexual de la mosca intervienen 60 células nerviosas. Cuando estas no funcionan correctamente, se muestra incapaz de realizar los pasos del cortejo y no puede aparearse. La clave del éxito la tiene un gen llamado Fruitless que se expresa en estas células y que determina cómo hembras y machos detectan y responden a las señales sexuales. 

Cuando se desactiva este gen los machos se vuelven incapaces de realizar los pasos del cortejo como golpear suavemente a la hembra, extender y hacer vibrar un ala, zumbar y cambiar el color y la decoración de sus alas para resultar más atractivos. Curiosamente esa falta de formalidad no gustaba a las hembras, que se tomaban la revancha impidiendo que se consumase el acto sexual. La pregunta del millón es si los genes que controlan la sexualidad en las moscas pueden desempeñar algún papel similar en las personas.

En la búsqueda del tratamiento para algunos tipos de cáncer las drosófilas también tienen algo que decir. Miremos a la piel. Evidentemente la epidermis de la mosca y del humano no tienen mucho en común, pero sí el gen que controla la regeneración de la piel, como demostraron un grupo de biólogos de la Universidad de San Diego en California. Es un gen que reactiva los mecanismos de reparación en las células que rodean una lesión en la cutícula en el embrión de la mosca. Los investigadores han comprobado que las moscas que no tienen este gen presentan una piel más permeable que los individuos normales y una reparación más deficiente de los daños.

Larva de la mosca de la fruta (iStock)

Lo importante es que no estamos ante una cuestión meramente dermatológica: muchas células cancerosas activan genes implicados en la curación de heridas, por lo que pueden abrirse nuevos caminos en las investigaciones oncológicas. Otros genes reconocidos por su papel clave en la formación y organización de los distintos segmentos del cuerpo de los animales son los llamados Hox. Se descubrieron en la drosófila hace más de un siglo y después se encontraron en muchos otros animales, incluidos los seres humanos. Pues bien, gracias a la drosófila sabemos que, para formar el cuerpo, los genes se activan a la vez y no secuencialmente como se creía, lo que hace innecesaria la agrupación de genes en un mismo lugar del genoma, algo que se comprobó más tarde en algunas especies de gusanos y de invertebrados marinos.

La investigación genética debe mucho a esta mosca. Foto: Istock

Incluso nuestra querida mosca podría ser la clave para desarrollar un tratamiento del alcoholismo. Hemos comprobado que moscas y humanos reaccionamos del mismo modo ante una borrachera: ellas se vuelven hiperactivas y tienen comportamientos erráticos. Con altas dosis se les induce en una especie de “coma etílico” y si lo consumen repetidamente presentan una resistencia a sus efectos. Investigadores de la Universidad de California en San Francisco descubrieron que había un grupo de genes que evitaban que la mosca se volviera hiperactiva al ingerir alcohol, y otro que hace que el insecto se haga más resistente a sus efectos, de modo que necesita “beber” más para emborracharse. Gracias a ello consiguieron moscas no tolerantes al alcohol. ¿Existen esos genes en las personas? El tiempo lo dirá.