Perder el cielo nocturno para siempre va mucho más allá de no poder ver las estrellas

La contaminación lumínica es un problema creciente que no solo afecta a la astronomía, sino también a la salud de los seres humanos y a la de los seres vivos y ecosistemas en contacto con nuestra forma de vida.

A lo largo de la historia, la única luz que los humanos éramos capaces de crear venía del fuego. El día a día venía dictado por la hora del amanecer y el atardecer y cualquier actividad nocturna al aire libre dependía de que la Luna estuviera suficientemente iluminada. Observar las estrellas ha sido una actividad común y significativa en muchas culturas. El astrónomo inglés William Herschel descubrió Urano observando al telescopio desde el jardín de su casa. A día de hoy, eso sería mucho más difícil. La iluminación eléctrica ha hecho que la noche ya no sea oscura para la mayoría. Poca gente puede ver ya la silueta de la Vía Láctea desde su casa. Esta iluminación por supuesto tiene usos legítimos, como la seguridad vial y ciudadana. Pero también se ha llegado al punto en que esta iluminación resulta en ocasiones excesiva, intrusiva, innecesaria o incluso dañina. Esto es lo que se conoce como contaminación lumínica.

Tanto la intensidad como la extensión de esta iluminación ha aumentado drásticamente en el último medio siglo causando problemas que estamos empezando a ver. La iluminación excesiva no solo implica el consumo de grandes cantidades de energía con su correspondiente emisión de gas de efecto invernadero, sino que tiene efectos en los ecosistemas que conviven con los humanos pero también sobre nuestra propia salud.

Europa es una de las regiones con mayor contaminación lumínica del mundo. Foto: MarcelC / Istock

La propia contaminación lumínica es fácil de eliminar: basta con apagar las luces. Sin embargo, sus efectos no se eliminan con un simple interruptor. Los ciclos de incontables animales que han sido alterados no pueden revertirse instantáneamente y probablemente necesitarían años para volver a la normalidad. Un diseño cuidadoso, un uso apropiado de la tecnología y regulación efectiva pueden garantizar que minimicemos lo dañino de la contaminación lumínica sin perder lo beneficioso de la luz artificial.

En los medios de comunicación y en el imaginario colectivo, la contaminación lumínica se suele presentar como un problema que afecta únicamente al cielo nocturno y a su pérdida. Parecería que solo afecta a la astronomía, cuando no es así. Esta contaminación tiene efectos directos sobre nuestra salud, por lo que reducirla va en interés de todo el mundo. De la poca importancia que le damos a este problema se entiende la poca prioridad por ponerle solución por parte de las diferentes autoridades competentes. Por otro lado resulta complicado buscar un culpable concreto porque este problema ha surgido, en gran parte, del desconocimiento. Si bien la iluminación artificial de las ciudades surgió hace más de un siglo, ha sido desde la Segunda Guerra Mundial que su uso se ha extendido más rápidamente y ha alcanzado las dimensiones actuales, donde no solo las farolas contribuyen, sino también vehículos, escaparates, anuncios e incluso la industria o los hogares.

El efecto más evidente e inmediato de la excesiva contaminación lumínica es la pérdida del cielo nocturno. La astronomía es la más antigua de las ciencias, pues desde la prehistoria diferentes pueblos y civilizaciones han observado el cielo y han intentado entender lo que allí veían, utilizando su regularidad para predecir la llegada de las estaciones. La astronomía permitió crear los primeros calendarios, ayudó en la navegación y en la exploración de nuevas tierras, además de guiarnos en nuestra concepción del universo y de nuestro lugar en él. Desde las últimas décadas practicar astronomía desde tierra se ha vuelto cada vez más complicado, tanto para profesionales como amateurs. No solo por el aumento de la iluminación artificial, sino también por interferencias de radio o el despliegue de gigantescas constelaciones de satélites (con miles de ellos). Estos tipos de contaminación lumínica limitan los descubrimientos científicos, las conexiones culturales al cielo nocturno e incluso el astroturismo, una forma de turismo que está ganando adeptos recientemente a pesar de estos impedimentos.

Los mismos avances que provocan parte de la contaminación lumínica nos permiten medirla y estudiarla con mayor detalle. Para caracterizarla no solo se hacen mediciones desde tierra, sino también desde satélites en órbita diseñados para ello. Desde fotómetros sensibles a una única frecuencia, cámaras que monitorizan todo el cielo hasta drones. Todas estas técnicas deben lidiar también con la variabilidad en la atmósfera terrestre, pues diferentes condiciones atmosféricas reducen o resaltan ciertos tipos de contaminación. Esta variabilidad dificulta también la comparación entre diferentes medidas. En general son varios los desafíos presentes a la hora de caracterizar este tipo de contaminación.

Allí donde hay humanos hay luz por la noche. Y cada vez más. Esto tiene consecuencias sobre las especies de seres vivos y los ecosistemas que entran en contacto con el ser humano, aunque modelizar dichas consecuencias está demostrando ser complicado por la grandísima variabilidad de condiciones y respuestas. Algunas especies se sienten atraídas hacia la luz (y no solo hablamos de insectos) y otras tienden a alejarse de ellas, modificando sus rutinas y comportamientos. Las soluciones pasan por reducir drásticamente la intensidad de nuestra iluminación o incluso eliminarla, pero esto no resulta factible en según qué contextos.

Los efectos de la contaminación lumínica no atañen únicamente al mundo natural, sino también a los humanos (que somos inevitablemente parte de ese mundo). Numerosos estudios apuntan a que la excesiva iluminación nocturna puede tener efectos sobre la visión puede interrumpir los procesos regulados por los ciclos circadianos, suprimir la secreción de melatonina y afectar al sueño. La evidencia sobre los efectos adversos en la salud humana de la contaminación lumínica no ha hecho más que crecer, conectándola incluso al riesgo de padecer enfermedades crónicas. Por todos estos motivos resulta imprescindible empezar a tener en cuenta todo esto a la hora de diseñar nuestros vecindarios y ciudades, así como cualquier elemento que contribuya a la contaminación lumínica que las invade.