La ciencia de la rutina diaria del hombre: afeitado, perfume y desodorante

El ritual más común del hombre en la mañana incluye el afeitado, la aplicación de perfume y el uso del desodorante. Aunque estos actos pueden parecer simples y cotidianos, esconden bastante ciencia en su interior.

Todas las mañanas, o casi todas para los más afortunados, el hombre se tiene que someter al suplicio del afeitado. Espuma y maquinilla de afeitar son sus compañeros inseparables. Claro que hoy lo tenemos mejor que antes. Cuando Alejandro Magno insistió en que sus soldados se afeitaran para evitar que el enemigo pudiera asirles por la barba, lo único que pudieron suministrar sus oficiales de intendencia fueron cuchillas de bronce o pedernal con un canto aguzado. Por suerte en la actualidad no tenemos métodos tan dolorosos.

El jabón ha sido sustituido por la espuma de afeitar, y eso que el jabón es el componente esencial para eliminar la grasa con suciedad incorporada que envuelve cada pelo de la barba crecida. Antiguamente, cuando se afeitaba con jabón, el afeitado era más fácil pues la hoja corta mejor los pelos de la barba si no está presente esa película de grasa. La espuma de afeitar no quita la grasa, y por eso la hoja lo que hace es acuchillar a los pobres pelos. ¿Por qué no se usa jabón? Porque el jabón no mezcla bien con la espuma del aerosol, una espuma que está compuesta en gran medida por aire, encerrado en burbujas, un poco de cera de petróleo y fragmentos de cuerpos de algas que protegen la piel contra los peores efectos de la abrasión.

El destrozo que provoca el afeitado

Si pudiéramos ver a nivel microscópico cómo queda la cara después de un afeitado, nos horrorizaríamos. Hay pelos rasgados, acuchillados, destrozados… En la hoja de afeitar se acumulan entre 100 000 y medio millón de células cutáneas, y en la cara hay cráteres y cicatrices de navajazos invisibles a simple vista, que poco a poco se van rellenando se sangre que brota lentamente de los vasos capilares más finos -y también invisibles- que hay debajo.

El afeitado ha cambiado mucho a lo largo de la historia. Foto: Istock

Y después viene la loción del afeitado. La mayoría contienen alcohol etílico puro para cerrar los cortes microscópicos que se han producido y para hacer saltar los pocos pelos que pueden quedar colgando; si mirásemos por un microscopio veríamos a la piel saltar y retorcerse. A la loción aftershave se le añade un anestésico en forma de aceite de mentol al que a veces se le añade adrenalina pura. También se añade una buena ración de antiséptico para matar las bacterias de la piel y que no se cuelen al interior por las microheridas abiertas por la cuchilla. Un poco de colorante y de perfume completan la loción para después del afeitado.

Una vez afeitado y, como dice la canción, está “con la cara lavada y recién peiná”, viene el momento de echarnos unas gotas de ese perfume que tanto nos gusta. Bueno, eso en los países mediterráneos y latinos porque en el mundo anglosajón, por ejemplo, no es muy común perfumarse para ir a trabajar…

La ciencia de perfumarse

Sea cual sea el perfume que usemos y lo caro que nos haya costado, todos tiene más o menos la misma composición: un 98% de agua y alcohol, un 1.99% de grasa y el resto, sólo un 0.01% es perfume.

Estos tres ingredientes no se mezclan al azar. La grasa forma pequeñas burbujas que flotan a diferentes niveles dentro del agua, mientras que las moléculas de perfume se separan en trozos más pequeños y se colocan encima de las burbujas de grasa. Al levantar un frasco de perfume estas burbujas se sacuden y las moléculas de perfume caen al agua, pero a lo largo del corto periodo de tiempo que tardamos en desenroscar la tapa, las bolas de grasa se reconstituirán y las moléculas de perfume volverán a su sitio encima de ellas.

Al verterse sobre la piel, el agua forma pequeños charcos muy poco profundos donde flotan las bolas de grasa con cierta parsimonia. Mientras, las moléculas de perfume, ajenas a todo, continúan colocada encima de las bolas de grasa.

Al hombre le gusta perfumarse. Foto: Istock

Sin embargo, al cabo de un tiempo, las moléculas de perfume se desenganchan espontáneamente y flotan a cierta distancia por encima del agua. No pesan lo suficiente para bajar, de forma que sobrevuela la superficie de la piel. Es este momento cuando las moléculas del aire que llenan la habitación empiezan su labor. Como si en una partida de billar se tratara, las moléculas de aire chocan contra las de perfume y las hacen ascender a más de 290 km/h. eso hace que algunas de ellas acaben dentro de la nariz de alguien, que percibirá lo exquisito o lo empalagoso del perfume usado. Y si realmente le gusta, inspirará profundamente: eso es el llamado muestreo osmógeno, lo que implica dar un pequeño espectáculo. Para detectar los olores, el aire inspirado debe llegar hasta la parte más profunda de la nariz y es implica que debemos inspirar muy fuerte. Así, la respiración natural que lleva el aire al interior de la nariz lo hace a una velocidad a 6 km/h pero para una correcta inspiración odorífera el aire debe entrar a 32 km/h.

Claro que si no queremos “dar el cante axilar”, sobre todo en verano, tenemos que echar mano de otro componente imprescindible en el lavabo: el desodorante.

Sudor y desodorante

A pesar de las apariencias, el característico olor corporal no es producido directamente por el sudor. Esto es algo que descubrimos en el siglo XIX, cuando se descubrieron las glándulas sudoríparas. El sudor lo producen dos tipos de glándulas: las apocrinas y las ecrinas. Al nacer las apocrinas están repartidas de manera regular por todo el cuerpo. Poco a poco van desapareciendo gradualmente hasta que al final únicamente quedan las de las axilas, alrededor del ano y en torno a los pezones.

El sudor no huele. Foto: Istock

La mayor parte del sudor lo producen las glándulas ecrinas, abundantes en todo el cuerpo. Su utilidad es la de refrescarnos para mantener la temperatura idónea de operación de nuestro metabolismo, aunque también reaccionan si estamos nerviosos, si tenemos fiebre, estrés o comemos alimentos picantes. Curiosamente, el sudo emocional es particularmente intenso en axilas, manos y pies.

El problema del olor axilar es debido a que en esa zona se conjugan el calor y la humedad, dos factores claves para el desarrollo de una importante flora bacteriana, cuyo paraíso se encuentra alrededor de las glándulas apocrinas. Son estos diminutos huéspedes, que viven, proliferan, mueren y se descomponen en las axilas, los culpables del olor que atufa los transportes públicos atestados de gentes.

Una larga lucha contra el sudor

Combatir este olor ha sido una constante a lo largo de la historia. Los egipcios tomaban baños aromáticos y se aplicaban aceites perfumados en las axilas. También descubrieron que rasurarse el vello axilar disminuía considerablemente el olor. Por una razón bien obvia: los pelos proporcionan superficie extra a las bacterias para proliferar.

Un amigo necesario en los meses de verano es el desodorante. Foto: Istock

Griegos y romanos siguieron las recomendaciones egipcias, que en el fondo no era otra que perfumarse las axilas para tapar un olor con otro. El único desodorante efectivo, además del lavado regular, es aquel que ataca el problema de raíz: la perenne humedad bajo los brazos. Estos son los antitranspirantes, que aparecieron por primera vez en 1888 y que consistían en un compuesto de zinc en una base de crema. A principios del siglo XX aparecieron otros que utilizaban el cloruro de aluminio, que también tenía una función secante, y que podemos encontrar todavía en gran parte de los desodorantes modernos.

Lo que resulta más llamativo es que fueron productos de tocador de las mujeres hasta la década de 1930, cuando las empresas por fin se decidieron a lanzar un desodorante masculino. Al parecer, el olor a sudor era un rasgo de hombría…