Fuego griego: el misterio de la llama que no se apaga con agua

El empleo de materiales incendiarios en la guerra es de origen antiguo, pero la que se convirtió en el arma definitiva fue el fuego griego: ardía en el agua, podía prender en contacto con ella y que se adhería a sus víctimas.

Según las crónicas islámicas y bizantinas, el fuego griego se basaba en el desarrollo de dos tecnologías: una técnica de destilación efectiva para elaborar la receta y la bomba de sifón, con la que se podía lanzar lejos ese cóctel mortalmente incendiario. Ello supuso, según comentaba el historiador Alfred W. Crosby, que apareciera en la guerra naval “algo nuevo, espantoso, inflamable y que se podía arrojar a distancia”.

Bizantinos usando fuego griego contra los musulmanes (wikipedia). Foto: Wikimedia Commons

El origen del fuego griego se encuentra en las brumas de las leyendas. Según se cuenta, fue un ángel quien le susurró la fórmula al primer emperador cristiano, Constantino I el Grande, hacia el 300 d. C.

Obviamente no apareció por ciencia infusa ni por inspiración angelical sino que fue el resultado de siglos de observaciones, descubrimientos y experimentos con elementos combustibles como el azufre, la cal viva o la nafta. Aquellos primeros químicos los combinaron para obtener compuestos que recibieron nombres tales como fuego líquido, maltha, pyr automaton (fuego automático o artificial), fuego marino, fuego salvaje, fuego volador, óleum incendiarium (aceite incendiario) o naft abyad, nafta blanca. Uno de estos químicos era el persa del siglo X Al-Razi, que en su Libro de los secretos (Kitab al-Asrar) describió la destilación del petróleo para obtener aceite de alumbrado y dos métodos para la producción de naft abyad utilizando un aparato llamado alambique. Todo esto condujo a la invención del arma incendiaria naval que en el siglo XIII los cruzados apodaron “fuego griego”.

La leyenda dice que un ángel le dio la fórmula del fuego griego al emperador Constantino I. Foto: Wikimedia Commons

La nafta ya se estaba usando en la poliorcética (el arte de atacar y defender las plazas fuertes) desde tiempos de los asirios y que con los mangoneles (un tipo de catapulta, no muy precisa, utilizada para lanzar proyectiles a unos 400 metros de distancia) y los naffatun islámicos, las armas de nafta habían alcanzado su máxima efectividad en los combates terrestres. Pero fueron nuevos desarrollos tecnológicos aparecidos en Siria y Constantinopla (Estambul) perfeccionarían este tipo de arsenales para adaptarlos a la guerra en el mar.

El químico persa Al -Razi. Foto: Wikimedia Commons

Una composición desconocida

¿Pero qué era esa terrible arma conocida como fuego griego? Sabemos que bizantinos y musulmanes desarrollaron sus propias fórmulas que guardaban como oro en paño y como secreto de Estado, fórmulas que se han perdido irremediablemente. Y también sabemos que en India y China no tardaron en desarrollar arsenales similares. A grandes rasgos, el fuego griego era un sistema diseñado para destruir los buques enemigos durante un combate naval, que constaba de munición química y de un ingenioso sistema para propulsarla basado en calderos, sifones, tubos y bombas.

El principal ingrediente era la nafta, de largo recorrido como arma incendiaria pues ya se utilizaba en la antigua Mesopotamia para rociar a los sitiadores de una plaza o para arrojarla contra ellos. Tiempo después fue la base de las granadas incendiarias que lanzaban los mangoneles inventados en Damasco y que también fueron empleadas por los musulmanes para bombardear fortificaciones.

La salvación de Constantinopla

Por su parte, los bizantinos llevaban usando desde 513 d. C. sirviéndose de pequeños sifones y jeringas para expeler modestos chorros de petróleo incendiario. Pero fue en el siglo VII un arquitecto e inventor griego bizantino originario de Siria llamado Calínico quien diseñó una bomba capaz de lanzar nafta presurizada a través de tubos de bronce, que hacían las veces de cañones dirigidos contra navíos enemigos.

Con la ocupación musulmana de Siria Calínico se refugió en Constantinopla hacia 668 d.C. y fue allí donde se ganó el agradecimiento (y seguramente le dinero) de los bizantinos. El fuego griego fue un arma formidable a la hora de defender la ciudad. Se empleó por primera vez en 673 d.C. para romper el asedio musulmán que Constantinopla soportaba desde hacía siete años; lanzado desde tubos montados en las proas de los barcos griegos causados por los estragos en la flota musulmana. Y León III el Isaurio volvió a usarlo contra la flota musulmana que asediaba la ciudad en 717 d. C., lo que permitió que la ciudad se reabasteciera por mar. Años más tarde volvió a salvar una invasión por mar de los rusos en el año 941.

Constantinopla, hoy Estambul, se salvó de ser tomada gracias al uso del fuego griego en varias ocasiones. Foto: Istock

La fórmula de Calínico se ha perdido pero eso no ha impedido que historiadores y químicos hayan tratado de reconstruirla. Todos los estudios difieren sobre su composición exacta: además de la nafta destilada, entre sus ingredientes estarían algún tipo de espesante como la resina o la cera, cal viva, azufre, trementina y salitre. Claro que la receta exacta importa bastante menos que el ingenioso mecanismo del cañóncera

capaz de disparar fuego líquido a través de toberas rotatorias montadas sobre pequeños navíos. Y todo ello sin contar con ciertos inventos modernos que en la actualidad son imprescindibles para algo tan peligroso, como son los termómetros, las válvulas de seguridad o los indicadores de presión.

Nadie se salva

No existía ninguna contramedida eficaz contra el fuego griego. Ni cubrir los navíos con pesadas mantas de cuero húmedo, navegar solo en condiciones de tormenta o ensayar rápidas maniobras evasivas: en contadas ocasiones tenían éxito.

Durante todo el siglo VII, bizantinos y árabes fueron desarrollando sucesivas variaciones del compuesto, que terminó por parecerse al napalm (el arma incendiaria usada por el ejército norteamericano desde la Segunda Guerra Mundial y tristemente famosa en la guerra de Vietnam): “se aferra a todo lo que toca, incendiando al instante cualquier material orgánico: los cascos de los barcos, los remos, las velas, el aparejo, la tripulación y sus vestimentas. Nada permanece inmune. Ni siquiera servía para algo saltar al agua, pues las llamas no se apagaban”, escribe la historiadora Adrienne Mayor. El arma hacía que los enemigos temblaran aterrorizados y no se lo pensaran dos veces antes de capitular.

En 1139 en la Basílica de San Juan de Letrán se prohibió el uso del fuego griego. Foto: Istock

El fuego griego constituía el arma definitiva de su tiempo, mucho más que la Estrella de la Muerte para el Imperio Galáctico. “Todo hombre al que toca se sabe perdido, todo barco atacado con él termina devorado por las llamas” escribió un cruzado en 1248. James R. Partington, historiador de la química, comparaba las reacciones horrorizadas que este desencadenaba con el terror moderno a la bomba atómica. En 1139, el Segundo Concilio de Letrán, decretó que el fuego griego era demasiado letal para emplearse en Europa. Perdida la fórmula durante siglo, reapareció en un tratado publicado para Napoleón con el estremecedor título de “Armas para carbonizar ejércitos”.