La basura ¿en su lugar?
Las plantas de incineración han proliferado en Europa, Asia y Estados Unidos como opción para obtener energía de residuos sólidos no reciclables. En México, el primer proyecto de este tipo fue cancelado. ¿Realmente será una solución económica y sustentable?
En las ciudades de la Grecia clásica no existían procedimientos para la gestión de desechos: simplemente se vertían en las calles y caminos, donde lentamente se acumulaban, estimulando la proliferación de insectos y animales nocivos. En Roma sucedía algo similar: los desechos eran enviados a fosas abiertas localizadas en las afueras de las ciudades. Aunque los romanos contaban con extensos sistemas de drenaje como la Cloaca Máxima de Roma, que data del siglo VI a. C., no tenían una infraestructura similar para hacerse cargo de la basura.
Esto continuó en las ciudades europeas de la Edad Media. La acumulación de basura contribuyó a propagar epidemias hasta el siglo XIX. Hoy, a pesar de que tenemos adelantos tecnológicos inimaginables para las civilizaciones antiguas y métodos para separar la basura, el manejo de desechos sigue siendo un problema acuciante que no desaparece sólo con apartarlo de la vista. Con una población mundial que rebasa los 7 600 millones de personas, el panorama es cada día más complejo. En 2016 las ciudades del mundo acumularon más de 2 000 millones de toneladas de desechos sólidos, con un promedio de 740 gramos por cada habitante del planeta. Pero esa cifra podría aumentar hasta alcanzar 3 400 millones de toneladas en 2050, según estimaciones del Banco Mundial (BM). Los habitantes de las zonas urbanas de los países pobres serán los más afectados, ya que no cuentan con sistemas para el manejo sostenible de esos residuos.
El valor de los desechos
Según el BM, en los países de bajos ingresos más del 90 % de los desechos sólidos se confinan en rellenos sanitarios no controlados, o bien se queman al aire libre. Estas acciones ponen en riesgo no sólo la salud y el medio ambiente, sino también las arcas de los gobiernos municipales, que destinan cantidades crecientes (entre 25 y 50 % de su presupuesto) a la recolección y transporte de esos residuos.
La descomposición de residuos orgánicos genera gases que pueden ser peligrosos por su toxicidad o explosividad: un desastre en ciernes. Entre ellos están el metano, el dióxido y monóxido de carbono, el ácido sulfhídrico, además de compuestos orgánicos volátiles como acetona, benceno y tolueno. A esto se suma la contaminación de suelos y aguas que provocan los desechos.
Según Ecoprog, empresa consultora especializada en ambiente y tecnologías energéticas con sede en Colonia, Alemania, en 2016 funcionaban en el mundo más de 2 200 plantas de este tipo, capaces de quemar alrededor de 300 millones de toneladas de desechos sólidos al año. Dada la gran expansión de este mercado, la empresa estima que hacia 2025 se construirán 600 nuevas plantas, con una capacidad para procesar 170 millones de toneladas de residuos adicionales anualmente. La mayor parte de las plantas existentes se localizan en Europa, Estados Unidos y Japón, aunque el número está creciendo en países emergentes como China (que maneja 243 plantas).
En 2008 la Unión Europea dio un gran impulso a estas tecnologías con la publicación de nuevas directrices para el manejo de residuos (Waste Framework Directive). Estas pautas establecen que la incineración puede considerarse como un proceso de recuperación (análogo al reciclaje) y ya no como eliminación de desechos (confinamiento final en un basurero), siempre y cuando alcance un nivel de eficiencia superior a cierto umbral.
En 2017 el gobierno de la Ciudad de México anunció la construcción de la primera planta de este tipo en América Latina, pero el proyecto se suspendió. Los principales argumentos que se dieron para la cancelación de esa planta son que tendría altos costos económicos y ambientales y que sólo resolvería de modo parcial el grave problema de acumulación de basura de la metrópoli.
¿Quemar o no quemar?
“La incineración fue estigmatizada hace muchos años porque generaba dioxinas y furanos. Pero a lo largo de los años hemos visto que esas emisiones se redujeron drásticamente en Europa, Estados Unidos y Japón gracias a los avances tecnológicos”, afirma Javier Aguillón Martínez, investigador del Instituto de Ingeniería de la UNAM. Las dioxinas y furanos son compuestos químicos residuales que al ser liberados a la atmósfera se depositan en el suelo y la vegetación y tardan muchos años en degradarse. Resultan tóxicos incluso a muy bajos niveles (pueden afectar diversos órganos vitales) e incluso son potencialmente cancerígenos.
Javier Aguillón destaca el ejemplo de Japón, que incinera el 73 % de sus residuos sólidos, recicla el 25 % y confina el 2 % restante a rellenos sanitarios. De acuerdo con su Inventario Nacional de Gases de Efecto Invernadero, entre 1985 y 1995 ese país logró reducir 95 % sus niveles de emisiones de dioxinas provenientes de la incineración. “La reticencia de algunos países a quemar residuos viene de que las primeras tecnologías no podían asegurar que la salud de los ciudadanos estaría protegida, particularmente en lo que respecta a emisiones tóxicas con contenidos de furanos y metales pesados”, señala Mario Grosso en un artículo publicado en la revista Waste Management. Pero con los avances en los sistemas de control de emisiones aéreas, añade en el reporte escrito junto con sus colaboradores del Politécnico de Milán, Italia, pudo construirse una nueva generación de instalaciones que se ajustan a un estricto régimen de regulación ambiental que redujo sus impactos potenciales a la salud. Hoy, dice por su parte Javier Aguillón, las plantas incineradoras son una opción viable tanto desde el punto vista energético como ambiental, pues si funcionan bien contribuyen a reducir emisiones de gases de efecto invernadero como metano y CO2, que se liberan a la atmósfera cuando los desechos se confinan en rellenos sanitarios.
En defensa de su argumento el académico universitario invoca un estudio publicado en 2009 por expertos del Instituto Real de Tecnología de Melbourne (RMIT) y la Universidad Nacional de Australia, el cual evaluó las emisiones de CO2 y metano que se produjeron en tres sistemas de manejo de desechos sólidos: rellenos sanitarios, composteo e incineración.
- Los camiones recolectores depositan su carga. Tras una última depuración de los residuos, se introduciden al incinerador con ayuda de grúas.
- En la parrilla de combustión se incineran los residuos a temperaturas que pueden superar los 1 000 ºC.
- Los incineradores están conectados a calderas donde circula agua que se vaporiza debido al calor de la combustión.
- El vapor se canaliza hacia una turbina de vapor y generador, que convierte la energía de movimiento en corriente eléctrica.
- Los restos de la quema se envían a un separador de partículas, mientras en la parrilla se depositan cenizas residuales y metales.
- Los gases resultantes del proceso pasan por depuradores y filtros de carbón activado, entre otros sistemas.
- Los gases se canalizan a filtros de mangas que filtran las partículas PM10 antes de ser expulsados por las chimeneas.
Fuente: Consejo Mundial de Energía y doctor Javier Aguillón Martínez, Instituto de Ingeniería de la UNAM.
Emisiones bajo control
Los investigadores australianos Barbara Hutton, Edmund Horan y Mark Norrish usaron como referentes de su estudio datos locales y del Panel Intergubernamental de Cambio Climático para proyectar las emisiones de metano, óxido nitroso y CO2 de origen humano de esos tres sistemas de tratamiento de residuos durante un periodo de 30 años. Encontraron que, a largo plazo, la incineración de desechos tuvo el menor impacto ambiental, seguida de la eliminación en relleno sanitario (con captura de 60 % de metano) y al final, el composteo. El estudio no contempló la cantidad de CO2 que dejaría de emitirse con los sistemas de incineración, sólo los beneficios de reducir los otros dos gases que generan los sistemas de composteo y los rellenos sanitarios. “Si se usaran sistemas de incineración para sustituir la producción de electricidad mediante carbón, los resultados de la incineración y de la captura de metano en los rellenos serían aún mejores”, reportan los autores del estudio.
La explicación de estos resultados es que mientras en los incineradores se controlan las emisiones de gases de efecto invernadero, en el composteo y el tiradero de basura estas se acumulan. “En el relleno sanitario y en la composta estás acumulando biomasa, que por la actividad microbiana genera gases de efecto invernadero. En cambio en la incineración no, simplemente metes los residuos y acabas con el problema, pues se regresan a la atmósfera los mismos gases que la produjeron”, observa Javier Aguillón.
Un problema adicional en los rellenos sanitarios es que, a medida que aumenta el volumen de basura enterrada, crece también la emisión de metano, producto de la descomposición de materia orgánica y considerado hasta 30 veces más dañino que el CO2. A esto hay que agregar la cantidad de lixiviados (residuos que se forman como resultado de pasar o “percolar” líquidos a través de un sólido) en los tiraderos donde no hay infraestructura adecuada. La composición de estos es muy variable, contienen nitrógeno, sales y metales pesados, entre otras sustancias que pueden ser muy tóxicas y afectar seriamente el ambiente, sobre todo si se filtran a aguas superficiales o subterráneas.
LA QUEMA DE EL SARAPE
La Secretaría del Medio Ambiente y Recursos Naturales (Semarnat) calcula que cada habitante del país genera alrededor de un kilogramo de residuos sólidos al día, con un monto total anual de 42 millones de toneladas. La Ciudad de México contribuye con el 10 % de ese volumen (4.2 millones de toneladas de desechos cada año).
Para atacar al menos en parte este problema las autoridades del gobierno capitalino propusieron en 2017 la construcción de una planta de incineración de residuos sólidos llamada El sarape. Esta procesaría 4 500 de las 12 500 toneladas de residuos que produce a diario la metrópoli y generaría 950 000 watt-hora de energía cada año, suficientes para hacer funcionar las 12 líneas del Metro.
El Consejo Mundial de Energía (CME) recomienda instalar plantas de incineración en países en desarrollo siempre y cuando tengan un suministro constante de al menos 100 000 toneladas de desechos sólidos al año, así como un rendimiento calorífico (capacidad de generar calor) de al menos siete megajoules por kilogramo de materia como promedio. La planta propuesta excedería con mucho esos requerimientos; sin embargo, a esto debe agregarse, según los criterios del Banco Mundial, un sistema de gestión de desechos maduro y que funcione adecuadamente, sin riesgos de filtraciones de sustancias al suelo y subsuelo.
La planta El sarape operaría con estándares de emisiones máximas similares a los que rigen en las legislaciones de los países de la Unión Europea y de conformidad con lineamientos nacionales sobre incineradores de residuos y calidad del aire, pero el proyecto fue cancelado debido a que un consejo ciudadano de la antigua delegación Xochimilco promovió un juicio de nulidad que avaló un juez del Tribunal de Justicia Administrativa de la ciudad. Los argumentos del consejo fueron: falta de análisis costo-beneficio, endeudamiento excesivo para la capital y probables daños ambientales.
¿Peor el remedio?
En contraste, grupos ambientalistas y otros expertos en el tema consideran que la incineración de residuos acarrea más problemas de los que busca resolver. En lugar de promover estrategias para reciclar, recuperar y reutilizar materiales, con esta tecnología se fomenta la producción y dependencia de los desechos.
En Europa, un blanco común de las críticas es Dinamarca, país que genera el 5 % de su demanda de electricidad y el 20 % de su calefacción mediante la combustión de desechos. La operación de sus plantas incineradoras ha resultado tan eficaz, que las autoridades danesas necesitan importar desechos de Inglaterra y Alemania para mantenerlas costeables y en operación.
“La basura no desaparece mágicamente y los incineradores son monstruos que necesitan alimentarse constantemente”, comenta al respecto Héctor Mario Poggi-Varaldo, científico del Departamento de Biotecnología y Bioingeniería del Centro de Investigación y Estudios Avanzados (Cinvestav). Poggi- Varaldo asegura que, tras la combustión en incineradores y a pesar de los sistemas de filtración, 20 % del peso seco de los desechos se convierte en cenizas, sobre todo volátiles, que se consideran residuos peligrosos y cuyo manejo es problemático. “Esas cenizas deben confinarse en un relleno sanitario muy controlado para que no se mezclen con otros residuos. Algunas veces son enfriadas con agua, lo que genera percolados y lixiviados. ¿Qué haremos con ellos?”, se pregunta el investigador del Cinvestav y añade que a estos inconvenientes se suma la baja eficiencia termodinámica de las incineradoras, que transforman en electricidad no más de 18% de la energía liberada al quemar los residuos. En contraste, una planta termoeléctrica, que opera con carbón o combustóleo, convierte hasta 34 % del poder calorífico del combustible en energía eléctrica. “Esto quiere decir que por cada kilowatt-hora de energía generada en un incinerador se va a contaminar hasta el doble que con una termoeléctrica convencional, algo que no es viable en la atmósfera de la Ciudad de México, que ya sufre los estragos de la contaminación”, advierte Poggi-Varaldo.
¿Cero basura?
Gabriela Báez, promotora del movimiento Zero Waste (Cero desechos) en México argumenta que el origen del problema es el modelo basado en el crecimiento de la economía, que exige aumentar continuamente el volumen de producción de bienes y servicios, lo cual necesariamente dispara la cantidad de desechos. Para Báez, en vez de invertir en tecnologías de incineración la solución es apostar por modelos de economía circular que en lugar de fomentar el esquema lineal de producción, consumo y desecho, buscan integrar los ciclos productivos de modo que se reutilicen todos los materiales que sea posible y se reduzcan al mínimo los desechos (véase ¿Cómo ves?, Núm. 230)
Sin embargo, esta meta parece utópica. El ejemplo emblemático es el de la ciudad de San Francisco, cuyas autoridades anunciaron en 2003 su intención de reducir a cero la producción de basura hacia 2020. El año pasado, sin embargo, la alcaldesa London Breed reconoció que la fecha deberá posponerse al menos una década. La ciudad ha utilizado los métodos más avanzados para separar su basura aplicando la estrategia de las tres R (reducir, reusar, reciclar) tan eficazmente que sólo el 10 % de sus desechos termina en los rellenos sanitarios.
Pero el problema no parece ser su estrategia, sino lo ambicioso de la meta. “San Francisco no falló en alcanzar su meta porque no haya aplicado los más eficaces métodos de separación de residuos, sino porque no puede reciclar lo que no es reciclable”, comentó en declaraciones a la prensa Joan Marc Simon, directora de Zero Waste Europa.
Javier Aguillón Martínez aclara que con la incineración no se pretende generar más desechos, sino al contrario: “A nivel internacional, las mejores prácticas para el tratamiento de residuos sólidos urbanos buscan primero su reducción y reuso; después la recuperación de energía y como última alternativa, su confinamiento al relleno sanitario”.
El gran dilema parece ser el destino final de los residuos remanentes de los procesos de reuso y reciclaje que ya no pueden aprovecharse. Incluso los plásticos altamente reciclables, como el tereftalato de polietileno (PET), tienen un ciclo de vida limitado. Se quemen o se envíen a un relleno sanitario, estos desechos van a impactar de una u otra forma al medio ambiente, así que tarde o temprano tendremos que decidir qué hacer con ellos.
Por:Guillermo Cárdenas Guzmán
Foto: Shutterstock