El hippie de la selva
Ángela Posada-Swafford
Hace más de 50 años, el famoso antropólogo keniano-británico Louis Leakey contribuyó a revolucionar el campo de la primatología cuando envió tres jóvenes biólogas a estudiar a tres de las cuatro especies de grandes simios existentes en las selvas de África y Asia. Jane Goodall se dedicó a los chimpancés; Dian Fossey a los gorilas; y Biruté Galdikas a los rojos orangutanes (ver ¿Como ves? No. 160). Las llamaban los «Ángeles de Leakey».
Aunque Louis Leakey murió antes de poder enviar a un «cuarto ángel» a observar el menos conocido bonobo, ese ángel sin embargo, existe. Se llama Claudine André, conservacionista belga-congolesa de 65 años y cabellos de cobre que vio la devastación causada por la guerra civil de comienzos de los años 90 en la República Democrática del Congo, y supo que tenía que hacer algo.
A veces llamado «el chimpancé grácil», o «pigmeo», el bonobo (Pan paniscus) es una especie de gran simio muy distinta de las otras tres. Es el hippie de la selva. El chico que «no hace la guerra sino el amor», dentro de una sociedad pacífica comandada por hembras. «Imposible no sucumbir ante semejante combinación», me dice Claudine André una tarde por teléfono desde Lola Ya Bonobo, el único santuario en el mundo para esta especie, en las afueras de Kinshasa, capital del Congo. Su aterciopelado acento francés es periódicamente interrumpido por cortes en la señal ultramarina.
Los bonobos viven únicamente en las selvas impenetrables de ese país, separados geográficamente de gorilas y chimpancés, en su propio Edén privado —aunque lleno de guerrilleros—. A diferencia de los chimpancés, sus rostros son negros, tienen los labios intensamente rosados, y con frecuencia caminan en dos patas durante largas distancias. A ellos nunca los llevaron a América para experimentos en laboratorios. Tampoco viajaron al espacio, y prácticamente no se ven en un zoológico; cuando mucho hay 150 bonobos en reservas de todo el mundo. El desciframiento del genoma del bonobo, que se dio a conocer en junio de 2012 en la revista Nature, indica que compartimos la misma cantidad de ADN con chimpancés y bonobos: 99.6%, pero poseemos ciertos genes que sólo tenemos en común con los bonobos, y otros genes que sólo compartimos con los chimpancés. Por ejemplo, humanos y bonobos tenemos en común una proteína que nos hace más propensos a detectar señales sociales. Este estudio lo realizó un equipo multinacional de científicos y lo encabezó Kay Prüfer, del Instituto Max Planck de Antropología Evolutiva.
Cuando la estructura social de los bonobos fue finalmente comprendida, hace unos 30 años, gracias al trabajo del etólogo y primatólogo Frans de Waal, hubo revuelo en la comunidad científica. He aquí una especie de gran simio que no patrulla las márgenes de sus territorios, no ataca a los demás, no mata ni se come a los infantes, no se une con otros machos para aterrorizar al grupo y no tortura a sus enemigos. De hecho, no tiene enemigos. He aquí un simio que usa el sexo para resolver conflictos, como una especie de lubricante social. El sexo es de todos y practicado entre todos en una cantidad y variedad asombrosas. Lo hacen todo: sexo oral, beso francés, manipulación manual o el breve frote de los genitales. La masturbación en cambio se ve poco, y raramente hay encuentros que llevan al orgasmo, porque lo que los bonobos practican es el sexo social. Una especie de «Hola, ¿cómo estás?»
Mucho de lo que se sabe de los bonobos se ha aprendido estudiándolos en sitios como Lola Ya; es decir, ambientes controlados, que no son su estado silvestre. Pero el primatólogo Tetsuya Sakamaki, de la Universidad de Kioto, lleva un tiempo observándolos en uno de sus inaccesibles enclaves naturales selváticos, en la margen izquierda del río Lualaba, en la reserva de Wanda, fundada por él mismo en 1974. La conclusión de Sakamaki es que el repertorio de los comportamientos entre bonobos se amplifica durante el cautiverio, simplemente porque tienen más tiempo entre manos. Al no estar preocupados por la búsqueda de comida, les sobran horas para entregarse a los juegos del amor. En estado silvestre muestran además algo de agresividad soterrada. Según el antropólogo Gottfried Hohmann, del Max Planck, no se trata de peleas crudas y violentas, como sucede con los chimpancés. Los bonobos no se matan entre ellos, y sus peleas no son frecuentes. Hohman ha encontrado que ocasionalmente cazan antílopes y monos para comer. Este investigador estudia los niveles de estrés en bonobos en estado silvestre cerca del parque nacional de Salonga, en el Congo, examinando la concentración de la hormona cortisol en la orina de los animales.
Los bonobos «son extraordinarios en tantos sentidos», dice Claudine André enfáticamente desde el otro lado del mundo. «Pero con toda franqueza, creo que faltan cinco minutos para que la medianoche caiga sobre ellos». Previendo la extinción de los bonobos, André añade: «Me alegro de tener 65 años, ¿sabe? Porque no voy a ver al último gran simio del mundo».
Curioso «apretón de manos»
Vanessa Woods es autora del libro The Bonobo Handshake. «El apretón de manos a que se refiere el título es más bien un apretón de mi mano con el pene de los machos bonobo» durante los experimentos, escribe Woods. «¿Qué más puedo decir? Es que éste es el simio sexual. Ellos simplemente no cooperaban si no los tocábamos de esa manera. Así que yo lo hacía, y ellos se calmaban inmediatamente. Y yo… bueno, yo traté de recuperarme después».
Para Vanessa, los bonobos son geniales: «Las hembras se unen y se protegen entre ellas, y ponen a raya a los machos. En cambio las hembras de chimpancé se traicionan por la comida y son independientes. Yo realmente pienso que los bonobos no son personas. Son mejores que las personas».
La experiencia relatada en este libro es una mezcla de las aventuras de Woods y su marido Brian Hare, ambos primatólogos de la Universidad Duke, Estados Unidos, en el santuario Lola Ya Bonobo de Kinshasa, con la historia natural de los bonobos y la espeluznante historia de política y violencia de la República Democrática del Congo.
Esa misma semana tengo la oportunidad de conversar en Durham, Carolina del Norte, con Brian Hare, un antropólogo estadounidense de 35 años que trabaja en parte con el Max Planck Institute. Su mentor fue el célebre primatólogo Richard Wrangham del Museo de Zoología Comparativa de Harvard, uno de los primeros en describir a un bonobo.
«Debo confesar que no sabía de la existencia de los bonobos. ¿Le sucede esto a mucha gente?», pregunto.
«Nadie sabe nada sobre los bonobos, y apenas hay un puñado de personas investigándolos», dice Hare desplegando una barbuda sonrisa. Acaba de regresar de Lola Ya, donde pasó varias semanas estudiando a los de Claudine André en compañía de su esposa, la investigadora y escritora australiana Vanessa Woods. «Hasta las personas más cultas se sorprenden cuando escuchan hablar por primera vez acerca de estos simios».
Esto es por varias razones. Por un lado, apenas fueron descubiertos en 1928, y eso por casualidad, cuando el zoólogo alemán Ernst Scharz se dio cuenta de que el cráneo que sostenía en sus manos no era el de un chimpancé joven, como estaba rotulado, sino el de una especie de animal totalmente diferente. Por otro lado, los bonobos están concentrados dentro de una jungla increíblemente densa, donde no hay infraestructura de ninguna especie, ni carreteras, ni nada de nada. Una selva en el corazón de una nación que lleva más de 60 años en guerra, donde las condiciones son volátiles y bastante peligrosas. Y la tercera razón es que, comparados con los chimpancés, que existen en al menos 20 países en números que sobrepasan el millón, hay muy pocos bonobos: ni siquiera se podría llenar con ellos un estadio pequeño.
Brian Hare no esconde sus sentimientos: «Yo quiero mucho a los chimpancés, pues trabajé años con ellos. Pero amo a los bonobos. Los chimpancés son ese chico de la escuela como el que uno siempre quería ser. Pero los bonobos son como el chico de la escuela con el que uno siempre quería estar. Son muy divertidos, te miran fija y directamente a los ojos y… sí, sé que esto es algo que yo no debería decir como científico, no debería antropomorfizarlos: pero los bonobos se las ingenian para convencerte de que realmente significas algo para ellos».
Seleccionados para la tolerancia
Es muy poca la literatura científica que hay sobre bonobos: no existen más de 100 informes científicos, comparados con los miles que hay sobre chimpancés. Sin embargo hay estudios controversiales, que apuntan a que los bonobos son seres «superiores» a los chimpancés. «Lo son porque son más tolerantes los unos con los otros. Mi interés específico es estudiar cómo los bonobos se relacionan y se toleran entre ellos sin tener en cuenta el rango social, la jerarquía ni el sexo», dice Hare. «El objetivo final es hallar las raíces de nuestra propia tolerancia social, nuestra propia inteligencia. Es decir, si queremos aprender acerca de nuestra evolución, en definitiva necesitamos trabajar con bonobos porque nuestro ancestro común probablemente era asombrosamente similar al de ellos».
En uno de los experimentos que realizó Hare en Lola Ya, se les daba a los chimpancés y a los bonobos, en estudios separados, dos pilas de comida que podían compartir o no compartir. «Vimos cómo los bonobos jugaban mucho entre ellos antes de sentarse a compartir la comida, sin ponerse celosos de que otros estuvieran comiendo de su misma pila. En cambio los chimpancés se evitaban el uno al otro, se sentaban lo más lejos que podían, y dejaban claro que ‘esta es mi pila de comida y no te voy a dar nada'».
«Después hicimos otro experimento que consistía en poner una sola pila de comida fuera del alcance, de tal manera que la única forma de llegar hasta ella era trabajando juntos jalando una cuerda simultáneamente desde ambos lados. Los bonobos descubrieron el truco de inmediato y obtuvieron montañas de comida, mientras que los chimpancés jalaban la cuerda de un lado únicamente. Por eso terminaban frustrados y hambrientos. Es decir, los chimpancés son igualmente listos que los bonobos. Saben cómo resolver el dilema para obtener la comida, pero su gran problema es que no confían en su compañero. En cambio los bonobos trabajan con cualquier otro bonobo, sin importar su jerarquía dentro del grupo, y también con cualquier bonobo de otro grupo ajeno al suyo».
Habilidad lingüística
Kanzi es un bonobo que ha redefinido el concepto de la habilidad lingüística de los grandes simios. La primatóloga y sicóloga Sue Savage-Rumbaugh, de la organización Great Ape Trust (www. greatapetrust.org), en Iowa, Estados Unidos, le enseñó a comunicarse a través de lexigramas, usando un teclado marcado con símbolos geométricos. Kanzi aprendió a comunicarse usando lo que los lingüistas llaman protogramática. «Con Kanzi, la mitología de la singularidad humana está en entredicho», dice Savage-Rumbaugh.
La lección del estudio es ésta: los investigadores están interesados en descubrir qué es lo que permite a los humanos cooperar de formas que se ven más sofisticadas que las de otros animales. Pero lo que con frecuencia no se tiene en cuenta es algo obvio: el ingrediente más importante para la cooperación es la tolerancia. Si no hay tolerancia no se comparte, y si no se comparte no hay cooperación. No importa qué tan sofisticado sea uno, no importa qué tanto conozcamos a nuestro compañero, si no somos tolerantes, no va a funcionar. «Si podemos determinar cómo cambiaron los chimpancés y los bonobos a partir de su último ancestro común, podríamos aprender mucho sobre cómo evolucionamos nosotros».
¿Podría decirse que somos como el chimpancé cuando vamos a la guerra y como el bonobo cuando construimos la Estación Espacial Internacional? «Exactamente», dice Hare. «Y note que cuando construimos el transbordador espacial lo hicimos como «estadounidenses» en parte para mostrarles a otros grupos que ellos no podían hacerlo. Somos tolerantes de nuestro propio grupo, pero no toleramos a otros grupos. Los bonobos son tolerantes con cualquier grupo ajeno a ellos. Pero para poder tener la súper cooperación que requiere construir la sociedad humana tuvimos que haber recibido una gran dosis de lo mismo que tienen los bonobos».
Esta dosis podría ser un gen, o una variedad de genes en común con ellos. De hecho, hace poco se descubrió que muchas de las diferencias entre chimpancés y bonobos se podrían deber a un gen «social» que actúa a través de una hormona llamada vasopresina que actúa como neurotransmisor. «Cuando se tienen ciertos niveles de vasopresina uno tiene tendencia a ser más sociable y menos agresivo. Y resulta que eso es lo que poseen los bonobos. Y créalo o no, nuestro patrón genético para la vasopresina es mucho más parecido al de los bonobos que al de los chimpancés. Es asombroso porque tiene una explicación física y a la vez de comportamiento social».
Los bonobos son así, explica Hare, porque de la misma forma en que les sucede a los animales domesticados, hubo una selección que favoreció en los bonobos la falta de agresión y produjo estos cambios en su organismo. «Esto lo sabe cualquier criador de perros. Es muy probable que esto haya sucedido a través de las hembras, que durante generaciones han preferido a los machos menos agresivos. Es lo que se llama una selección sexual. Sucede que la selva donde viven los bonobos es tan rica en recursos, que las hembras se pueden dar el lujo de estar juntas en grandes grupos, y formar coaliciones que no se ven en los chimpancés. Ellas se ayudan y se cuidan unas a otras y desalientan a los machos que se ponen demasiado pesados».
Desafortunadamente para estas criaturas, el mercado de carne silvestre se ha convertido en una moda entre las personas adineradas de las ciudades en la República Democrática del Congo. Hubo una época en que comer gorilas, chimpancés y bonobos era tabú entre la gente rural. Pero ese tabú está desapareciendo a pasos agigantados en las ciudades.
Eso es algo que Claudine André sabe de memoria. Durante la guerra civil que asoló al Congo, la aguerrida pelirroja convenció a las autoridades de confiscar a los bonobos huérfanos producto de la cacería de carne silvestre, para criarlos en su propia casa. Después, el embajador estadounidense le ayudó a conseguir permisos para ponerlos en los jardines de las escuelas abandonadas de la ciudad. Años más tarde André logró que el gobierno le diera el santuario de Lola Ya, una hacienda llena de valles y colinas ondulantes, nada menos que el lugar de recreo del antiguo dictador Mobutu Sese Seko. Y últimamente, la joya de su corona: un bosque de 20 000 hectáreas para reintroducir a los bonobos rehabilitados en el santuario.
«Hemos liberado unos 12 bonobos ya, y lo más lindo es que dos de las hembras estaban embarazadas y han dado a luz en la selva; están muy bien. Hacen sus nidos, viven en las copas de los árboles y están cómodos. En el santuario tenemos 62, y constantemente nos llegan más».
Pero no fue fácil. Kinshasa estaba tan destruida y era (sigue siendo) tan pobre, que conseguir ayuda fue al principio una misión quijotesca. «Ahora hemos conseguido la atención de organizaciones serias, y les damos trabajo a 80 personas. Tenemos una escuela, seguro médico y estamos involucrados con asociaciones agrícolas. La única forma de ayudar a los bonobos es ayudando a esta gente. Es que tienen tan poco, que te parte el corazón. Pero resulta que ahora muchos de ellos se han convertido en los guardianes de los bonobos y agradecen a los simios por haberles traído un poco de bienestar a su vida».
Cada año, Lola Ya invita a miles de niños (el año pasado llegaron 13 000) de escuelas congolesas a visitar el santuario. Reciben un almuerzo y una bebida, y se les permite acercarse a los animales. «Tenemos que educar», enfatiza André. «La conservación comienza por ahí. Esa es mi única esperanza. Los niños entienden y se preocupan por los bebés bonobo. Les enseñamos que cada bebé tiene una mamá humana que no lo deja solo un instante, igual que hacen las mamás bonobo. Y estas nodrizas se encargan de quitarles el miedo que viene impreso en su rostro. Miedo de todo lo que han visto durante su captura. Sin ellas, los pequeños no sobrevivirían».