A la caza del yeti

El abominable hombre de las nieves es uno de los más conocidos críptidos, supuestos animales desconocidos para la ciencia pero presentes en la mitología y el folclore. Pero ninguna de las expediciones lanzada en su busca han traído otra cosa que las manos vacías.

Junto con el elusivo habitante del lago Ness, el yeti es el otro de los grandes críptidos del siglo XX. A mediados de siglo su fama era tal que el 30 de noviembre de 1959 el entonces consejero de la embajada de Estados Unidos en Nepal, Ernest H. Fisk, envió un memorando al Departamento de Estado con las normas a seguir por aquellos que viajaran al Nepal en busca del yeti. El documento de la embajada, que se encuentra en los Archivos Nacionales de EE UU, lleva por título Reglamento para expediciones de montañismo a Nepal relacionadas con el yeti e incluye tres normas especiales que “deben sumarse a las quince cláusulas en Expediciones de montaña y científicas en Nepal”. Las tres normas establecían que cualquiera que fuera en busca del yeti debía pagar una regalía de 5000 rupias indias al Gobierno de Su Majestad de Nepal por permitir montar una expedición y en caso de localizarlo, “puede ser fotografiado o capturado vivo, pero no puede ser asesinado o disparado excepto en caso de emergencia en defensa propia”. Evidentemente, todas las fotos o la misma criatura debería “entregarse lo antes posible al Gobierno de Nepal”. Además, cualquier noticia “sobre la existencia real de la criatura deben facilitarse al Gobierno de Nepal tan pronto como sea posible y no deben darse en ningún caso a la prensa sin permiso del Gobierno de Nepal”.

A la caza del ADN del yeti

Lo más cerca que este mítico bípedo ha estado de la existencia fue en 2014, cuando un equipo de la universidad de Oxford liderado por el profesor de genética humana Bryan Sykes estudió el material genético obtenido de “30 muestras de cabello atribuidas a primates anómalos” provenientes del Himalaya: de una criatura abatida hacía casi medio siglo en Ladakh (India) por un cazador, que lo guardó porque le pareció un animal raro, y pelo hallado por un equipo de rodaje en un bosque de bambú de Bután hacía más de una década. Tras comparar el ADN extraído de las muestras con los almacenados en GenBank, la base de datos de secuencias genéticas de los Institutos Nacionales de la Salud de Estados Unidos, el equipo llegó a la conclusión de que había “una coincidencia del 100% con el ADN recuperado de un fósil del Pleistoceno de hace más de 40 000 de Ursus maritimus” encontrado en el archipiélago Svalbard, en el Océano Polar Ártico. En el artículo, publicado en la revista Proceedings of the Royal Society B, Sykes propuso la hipótesis de que el yeti era, en realidad, un híbrido de este oso.

Pero en febrero de 2015 otros dos genetistas de Oxford contestaban a Skyes y su grupo en la misma revista diciendo que habían cometido un error en la identificación de las muestras: en realidad pertenecían a un oso polar moderno que vive en Alaska. Y respecto al resto de las muestras apuntaban a que más que posible que pertenecieran al oso del Himalaya (Ursus arctos isabellinus), una subespecie del oso pardo que vive en las zonas más alta del Himalaya (de 3.000 a 5.500 m) en Pakistán, Nepal, Tíbet, Bután e India. Extremadamente raros, los lugareños les dan el nombre de Dzu-teh, un término nepalí que significa «oso de ganado». De hecho que el ‘yeti’ sea un oso es algo conocido de antiguo. En 1899 el militar y explorador británico Laurence A. Waddell escribió en su libro Among the Himalayas que “los llamados hombres salvajes peludos son, evidentemente, grandes osos pardos de las nieves, que son muy carnívoros y, a menudo, matan yaks”. Y en 1956, el antropólogo y experto en la evolución del pie de los primates William L. Strauss, escribió en la revista Science que el yeti “sería, sobre la base de las mejores pruebas disponibles, no otro animal que el oso pardo del Himalaya”. De hecho, el propio Strauss mencionaba el clásico libro de 1948 del naturalista británico Frederic Wood Jones, Hallmarks of Mankind, en el que destacaba que la huella de animal que más fácilmente se confunde con la humana es la de oso. Y Strauss terminaba: “A este respecto, (Jones) señala que la huella del misterioso ‘orang pendek’, que tanto los nativos como los europeos creían que era de una pequeña raza de hombres de la jungla, finalmente demostró ser la huella del oso malayo”.

En 2016 otro grupo de investigadores analizaron muestras del yeti recolectadas en el Himalaya (que incluyen huesos, dientes, piel, pelo y heces) y que se conservan en museos y colecciones privadas. El resultado, presentado en el documental ‘Yeti or not?’ de la productora inglesa Icon Films resultaron ser restos de un perro, osos negros asiáticos y osos pardos del Himalaya. Para Charlotte Lindqvist, profesora de biología en la Universidad de Búfalo (Nueva York, EE.UU.) y en la Universidad Tecnológica de Nanyang en Singapur, “nuestros hallazgos sugieren fuertemente que los fundamentos biológicos de la leyenda del Yeti se pueden encontrar en los osos locales”.

Del yeti al bigfoot

Por su parte, al primo americano del yeti, Bigfoot, tampoco le han ido bien las cosas. Al igual que en el resto de los críptidos, las pruebas de su existencia son fotos borrosas, filmaciones sospechosas y, eso sí, una larga lista de testimonios. Lo realmente llamativo es que hasta 1958 no existía el bigfoot. Fue en agosto de ese año cuando apareció en los medios de comunicación por obra y gracia del obrero Jerry Crew, que trabajaba en la construcción de una carretera en Bluff Creek (California): al subir a su excavadora vio unas huellas muy grandes, de 38 cm, de apariencia humana. Se lo contó a sus compañeros y uno dijo que habían encontrado un rastro similar en otra obra cercana que estaba a cargo del mismo contratista, Ray Wallace. Fue entonces cuando los obreros bautizaron al misterioso ser como Big Foot (Pie Grande). Entonces entró en escena el periódico del condado de Humboldt, The Humboldt Times, que publicó en primera página la fotografía del molde de la huella que tomaron los trabajadores. A partir de entonces, los testigos que afirmaban haber visto al bigfoot se multiplicaron. Entre ellas, tenemos la filmación más conocida de este ‘abominable hombre de los bosques’: la hizo un vaquero llamado Roger Patterson en 1967. Durante casi un minuto un bigfoot caminando y, en cierto momento, volviendo su cara para mirar a cámara.

Pero el tiempo acaba por poner todo en su sitio y en diciembre de 2002 se descubrió quién dejó aquellas huellas: “Ray Wallace fue el bigfoot. La realidad es que el bigfoot ha muerto”, afirmó el hijo del contratista de las obras de Bluff Creek, Michael, pocos días después de morir su padre. Y no solo eso, sino que también aparecieron las plantillas de madera que usó para dejar las huellas. ¿Por qué lo hizo? Para asustar a los que le robaban material de las obras.

Un bigfoot demasiado humano

Y no solo eso sino que según el director de la revista Strange Magazine, Mark Chorvinsky, el contratista había indicado a Patterson dónde ir para filmar a la criatura: “Ray me dijo que la película de Patterson era un fraude y que sabía quién estaba dentro del disfraz”. En 2004, un tal Bob Heironimus confesó a un periodista de Discovery Channel que fue él quien iba metido dentro del disfraz. Incluso se sometió al polígrafo para demostrar que decía la verdad. Desde su confesión existen innumerables vídeos en YouTube en los que puede verse la filmación original pero estabilizada, sin el temblor habitual de quien sujeta mal una cámara.

Pero los aficionados a la criptozoología son inasequibles al desaliento, incluso cuando su supuesto pelaje es sometido a análisis genético. En julio de 2005, los testigos de una aparición en Yukón (Canadá) recogieron lo que dijeron que era un mechón de pelo de un bigfoot de 3 metros de alto. David Coltman, genetista de la Universidad de Alberta, los analizó con la esperanza de encontrar algo “potencialmente interesante”. Vana ilusión: “El perfil de ADN de la muestra de pelo que recibimos de Yukón encaja con el de referencia del bisonte norteamericano”, concluía en su artículo publicado en Trends in Ecology and Evolution.

Sea como fuere, y por más pruebas de ADN que se realicen, quienes creen en el yeti, el monstruo del lago Ness o en el bigfoot van a seguir pensando que son reales. Porque ya lo dijo Martín Lutero, “la fe debe sofocar toda razón, sentido común y entendimiento”.